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sábado, 9 de noviembre de 2013

Hablando de sentimientos


   A veces olvidamos que los sentimientos no pueden ser ocultados o arrinconados en cualquier lugar de nuestra mente, como si fuesen un juguete roto, algo que carece de toda utilidad, como si se pudiesen sacar cuando nos fuese preciso y ocultarles cuando nos apetezca. Quien tiene sensibilidad no puede apagarla es una luz tan intensa que brilla por sí sola, independiente de nuestros deseos…. El sentido que tienen nuestras emociones no está hecho para gozarlas o sufrirlas uno mismo en soledad… Se han de compartir, de lo contrario carecen de toda importancia o relevancia. Desde tiempos pretéritos, el ser humano ha sentido la necesidad de hacer partícipes a su entorno social de aquellas sensaciones, para él novedosas, ya le provocase alegría, placer o fuese de dolor insoportable. El hecho de compartir esas sensaciones hace que se favorezca el encuentro personal y social. Si no existiese o se buscase una compañía cómplice, de confianza, habría que inventarla. En un principio se duda, de compartir lo que se siente, da cierto reparo o vergüenza… pues no se tiene la certeza del contexto de ese sentimiento, las sensaciones suelen ser confusas, nos transmite falsas señales y muy a menudo engañosas, pues son motivadas por la química corporal más que por un deseo de encuentro con alguien. Con el paso del tiempo, comprendemos la diferencia entre lo que, se supone, una atracción física y la verdadera necesidad, la emoción de compartir los sentimientos, las sensaciones… en una palabra nuestro futuro. Es entonces cuando se construye una de las pasiones más elevadas a la que él se humano puede aspirar, la similitud con otro ser, se sube el listón, se sube de nivel. También se invierte más tiempo en el conocimiento mutuo, y es así como las personas, con el paso del tiempo, comprendemos que la verdadera libertad no está en preservar nuestra propia identidad como individuo, sino en compartirla. Somos seres sociales e interdependientes los unos de los otros, no hay nadie que se pueda definir como auto-suficiente. Es este, pues,  un denominador común de todas las personas, “Buscar nuestra media naranja “y por eso necesitamos tener alguien que nos sirva de consuelo, que sea el pañuelo de nuestras lágrimas, que sea nuestro cómplice, que nos conozca perfectamente, que sepa de nuestras virtudes, pero a la vez de nuestras debilidades y nosotros les conozcamos de igual manera, que incluso conozcamos lo que van a hacer o decir antes que lo hagan… conocerles “como la palma de nuestra mano”. La importancia del conocimiento mutuo es superior a cualquier otra razón, pues en realidad es la cimentación sólida y efectiva de una relación, además, de ella depende la viabilidad de esta. Mas no podemos perder de vista el verdadero origen de nuestra esencia, la familia, lugar de encuentro de todas las personas que más nos importan, (hermanos, sobrinos, hijos, nietos etc.) Es, por así decirlo, nuestro auténtico nido, pues siempre que hablemos de la familia y mencionemos el hogar paterno, nos referiremos a él como “mi casa”, con esa determinación de posesión, como si siempre fuera nuestra y nunca la hubiésemos abandonado. Por la lógica de la vida, tenemos que fundar otra familia, pero sin olvidar la casa de nuestros padres… gracias a ellos, a su entrega, al sacrificio que han hecho por nosotros, hemos logrado llegar a la madurez, a ser y sentirnos personas. Tenemos contraída una deuda con la vida, con nuestros progenitores… La pagaremos en las personas de nuestros hijos, que a su vez se transforman en otro eslabón primordial de esta larga cadena llamada vida. Por esta razón, la reflexión de hoy nos recuerda que cada persona es sumamente importante, y no podemos abandonarle, ni usarla como si fuese una “ruilla” un trapo viejo. Somos y transmitimos los sentimientos que alberga nuestra alma, herencia recibida de nuestros padres, de forma altruista y gratuita; que, a su vez, recibirán nuestros hijos de la misma o igual manera.

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