Hablando de sentimientos
A
veces olvidamos que los sentimientos no pueden ser ocultados o arrinconados en
cualquier lugar de nuestra mente, como si fuesen un juguete roto, algo que
carece de toda utilidad, como si se pudiesen sacar cuando nos fuese preciso y
ocultarles cuando nos apetezca. Quien tiene sensibilidad no puede apagarla es
una luz tan intensa que brilla por sí sola, independiente de nuestros deseos….
El sentido que tienen nuestras emociones no está hecho para gozarlas o sufrirlas uno mismo en soledad… Se han de compartir, de lo
contrario carecen de toda importancia o relevancia. Desde tiempos pretéritos,
el ser humano ha sentido la necesidad de hacer partícipes a su entorno social de
aquellas sensaciones, para él novedosas, ya le provocase alegría, placer o
fuese de dolor insoportable. El hecho de compartir esas sensaciones hace que se
favorezca el encuentro personal y social. Si no existiese o se buscase una compañía
cómplice, de confianza, habría que inventarla. En un principio se duda, de
compartir lo que se siente, da cierto reparo o vergüenza… pues no se tiene la
certeza del contexto de ese sentimiento, las sensaciones suelen ser confusas,
nos transmite falsas señales y muy a menudo engañosas, pues son motivadas por
la química corporal más que por un deseo de encuentro con alguien. Con el paso
del tiempo, comprendemos la diferencia entre lo que, se supone, una atracción
física y la verdadera necesidad, la emoción de compartir los sentimientos, las
sensaciones… en una palabra nuestro futuro. Es entonces cuando se construye una
de las pasiones más elevadas a la que él se humano puede aspirar, la similitud
con otro ser, se sube el listón, se sube de nivel. También se invierte más
tiempo en el conocimiento mutuo, y es así como las personas, con el paso del
tiempo, comprendemos que la verdadera libertad no está en preservar nuestra
propia identidad como individuo, sino en compartirla. Somos seres sociales e
interdependientes los unos de los otros, no hay nadie que se pueda definir como
auto-suficiente. Es este, pues, un
denominador común de todas las personas, “Buscar nuestra media naranja “y por
eso necesitamos tener alguien que nos sirva de consuelo, que sea el pañuelo de
nuestras lágrimas, que sea nuestro cómplice, que nos conozca perfectamente, que
sepa de nuestras virtudes, pero a la vez de nuestras debilidades y nosotros les
conozcamos de igual manera, que incluso conozcamos lo que van a hacer o decir
antes que lo hagan… conocerles “como la palma de nuestra mano”. La importancia
del conocimiento mutuo es superior a cualquier otra razón, pues en realidad es
la cimentación sólida y efectiva de una relación, además, de ella depende la
viabilidad de esta. Mas no podemos perder de vista el verdadero origen de nuestra
esencia, la familia, lugar de encuentro de todas las personas que más nos
importan, (hermanos, sobrinos, hijos, nietos etc.) Es, por así decirlo, nuestro
auténtico nido, pues siempre que hablemos de la familia y mencionemos el hogar
paterno, nos referiremos a él como “mi casa”, con esa determinación de
posesión, como si siempre fuera nuestra y nunca la hubiésemos abandonado. Por la
lógica de la vida, tenemos que fundar otra familia, pero sin olvidar la casa de
nuestros padres… gracias a ellos, a su entrega, al sacrificio que han hecho por
nosotros, hemos logrado llegar a la madurez, a ser y sentirnos personas. Tenemos
contraída una deuda con la vida, con nuestros progenitores… La pagaremos en las
personas de nuestros hijos, que a su vez se transforman en otro eslabón
primordial de esta larga cadena llamada vida. Por esta razón, la reflexión de
hoy nos recuerda que cada persona es sumamente importante, y no podemos
abandonarle, ni usarla como si fuese una “ruilla” un trapo viejo. Somos y
transmitimos los sentimientos que alberga nuestra alma, herencia recibida de
nuestros padres, de forma altruista y gratuita; que, a su vez, recibirán
nuestros hijos de la misma o igual manera.
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